

Allá por los ochenta del pasado siglo, cuando los jugadores llevaban barbas y bigotes y ser metrosexual era parecerse a la Esmeralda pero sin acento en la ó de su condición sexual, la política comenzó enmerdar el fútbol, inoculando embriones infectados en el peñismo de todos los campos de Dios que, como el huevo de la serpiente, solo pedía tiempo para eclosionar y prolongar lo peor de su estirpe. Hasta entonces el fútbol era un deporte en absoluto casado con la política. O al menos no tan casado y sellado como hoy lo conocemos. No está de más remontarnos a tan lejanos días para intentar entender lo que está pasando hoy en esas gradas donde se infiltró, con torcidísimas intenciones, una calaña tan bajuna y degradada que tiene apuntado delitos de sangre en algunos historiales por todos conocidos. A nosotros, alos sevillistas, nos salvó de esa penal distinción la mano de Dios de verdad, no la de Maradona, y la de los médicos que trataron al inocente seguidor de la Juve que casi deportan al otro mundo por el terrible delito de estar tomando birras en ‘El Papelón’.